Page 74 - Telaranas
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parecían como de miel. Y esa sonrisa tan... tan… ¡Qué
se yo! Incomparable… ¡Ay, Dios! ¡Qué triste!

—¡Es verdad, doña Ligia! Pero a mí lo que más me
sorprendía era la inteligencia y la energía de esa

chiquita.

—No sólo a usted, doña Virginia. Todo el mundo
sabe que cuando Rebequita no estaba ayudando a su

mamá con el oficio, se la pasaba estudiando y jugando
con sus hermanitos. Jugaba horas sin cansarse.

¿Cómo puede ser que una criatura así se nos vaya? ¡Y
precisamente hoy que cumplía nueve añitos!

—Sólo Dios sabe por qué se la llevó. A nosotros no

nos queda más que aceptar la voluntad del Señor.
—Sí, don Fernando; así es. ¡Que Dios nos dé

fortaleza!
El tiempo, solemne y fatigado a la vez, acometía

inexorable. Algunos curiosos se asomaban
constantemente al interior del ataúd. ¡Qué distinto

aparecía entonces a las miradas el rostro de Rebeca!
Sus macilentas facciones ya no despertaban

entusiasmo o regocijo, sino pena y frustración.
Dos vecinas contemplaban aquel rostro cuando,

con un movimiento repentino, que fue precedido por

un ligero temblor en los párpados, los grandes ojos de
Rebeca se abrieron con espanto. El horror que

reflejaban aquellos ojos competía en magnitud con el
que se apoderó de las mujeres. Antes de desmayarse,

ambas advirtieron cómo la niña se incorporaba en su
féretro, al tiempo que de su garganta brotaba una

profusión de alaridos.

El inaudito espectáculo, aunado a la confusión,
desencadenó en histeria. Las mujeres gritaban,

cuando no desfallecían. Los hombres daban voces, y
algunos, en su afán de ayudar, causaban más
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